El azar está presente, de una manera u otra, en nuestras vidas, condicionándolas en cierto grado. Este blog, y esta entrada, por ejemplo, tienen un origen en el que la casualidad jugó un papel relevante.
La actividad científica no es ninguna excepción y está llena de sucesos accidentales que determinaron su devenir. Caso paradigmático es el descubrimiento de la salvadora penicilina por Alexander Fleming en 1928, gracias a la contaminación casual de uno de sus cultivos de bacterias con un moho (Penicillium notatum). Pero también nos encontramos con casos contrarios, donde la mala suerte se cruza en el camino de algún científico; muy llamativo es el caso de Le Gentil y su doble infortunio en el intento de observar los tránsitos de Venus en 1761 y 1769 en las lejanas tierras de la India (para colmo, fue dado por muerto al no tenerse noticias suyas durante su largo periplo científico).
El descubrimiento de la radiactividad natural por Antoine Henri Becquerel (1852 - 1908) suele describirse como accidental, sin profundizar apenas en el asunto. Cierto es que la casualidad fue determinante pero no puede afirmarse sin más que dicho fenómeno fue descubierto por el físico francés por puro azar.
Henri Becquerel (gran familia de científicos), al igual que su padre, estudió los fenómenos de fluorescencia y fosforescencia, particularmente en las sales de uranio. Pensó que tal vez la fosforescencia estaba íntimamente relacionada con la emisión de rayos X, descubiertos en 1895 por Roentgen y que despertaron el interés de todos. Así se propuso investigar si las sustancias fosforescentes, tras ser expuestas a la luz, producirían los penetrantes y misteriosos rayos de Roentgen. Para su estudio eligió las sales de uranio, que sometió a la acción de la luz solar.
En sus experiencias Becquerel exponía a la luz del sol láminas recubiertas de una capa de un compuesto de uranio. Seguidamente envolvía cada lámina en un papel negro y la encerraba debidamente en una caja en contacto con una placa fotográfica, la cual, como esperaba, quedaba impresionada por la emisión de radiación penetrante (que atravesaba el papel negro) procedente de la sal de uranio fosforescente. Becquerel veía confirmadas sus sospechas, pero las cosas realmente no habían hecho sino empezar, pues al eminente profesor de la Escuela Politécnica de París le aguardaba una fructífera sorpresa que daría un giro radical a sus investigaciones. Y la abundancia de días nublados en la capital del Sena tuvo que ver en ello.
En espera de que el sol brillara en el cielo de París para realizar más experimentos de fosforescencia, Becquerel guardó algunas cajas con las láminas recubiertas con la sal de uranio y envueltas en negro papel en un cajón en el que también se hallaba una placa fotográfica. El primero de marzo de 1896 salió el sol y nuestro protagonista, a pesar de ser domingo, no quiso desaprovechar la ocasión para realizar sus experiencias de fosforescencia con las sales de uranio. Sin embargo, antes de continuar su labor, tuvo el cuidado de comprobar si la placa fotográfica permanecía inalterada como era previsible. Debió quedar el sabio francés tan impresionado por lo que vio como la propia placa por la radiación. Y es que pudo observar atónito que dicha placa fotográfica se encontraba velada. ¿Cómo era posible esto si debido a aquellos días parisinos nublados no había sometido las láminas con la sal de uranio a la luz del sol? No había duda, su primera interpretación del fenómeno era errónea pues, al no ser sometido el compuesto de uranio a la luz, no podía haberse impresionado la placa por fosforescencia. La única explicación posible era que la sal de uranio debía emitir una radiación penetrante de forma continua y sin necesidad de ser expuesta a la luz (algo después se descubriría que no eran rayos X). Becquerel llamó a este fenómeno "emanaciones uránicas" y Marie Curie le dio el nombre de radiactividad (que nada tiene que ver con la fosforescencia sino con la desintegración espontánea de los núcleos atómicos inestables de ciertos elementos). Este crucial descubrimiento le llevó a ser galardonado con el Premio Nobel de Física en 1903, compartido con Pierre y Marie Curie, "en reconocimiento de sus extraordinarios servicios por el descubrimiento de la radioactividad espontánea". La meticulosidad científica de Henri Becquerel, más la intervención del azar (en este caso más patente que en otros), hicieron posible tan importante hallazgo para el conocimiento íntimo de la materia y para la lucha contra los tumores malignos (radioterapia). Suceso casual y tesón y cuidado en la investigación científica. Azar, inspiración y transpiración.
El genial Louis de Broglie lo narra a la perfección en un discurso pronunciado en 1947:
[Foto: Louis de Broglie]
"Es seguro que el azar a menudo juega un papel importante en los descubrimientos. Acabamos de recordar un ejemplo memorable: si Henri Becquerel no hubiera tenido la idea, aparentemente fortuita, de revelar las placas que permaneciendo en la oscuridad de un cajón, según sus previsiones no debían estar impresionadas, el gran descubrimiento de la radiactividad seguramente por lo menos se habría retardado. Sin embargo, es preciso no exagerar esta parte del azar en el descubrimiento: estos felices accidentes sólo suceden a quienes lo merecen, a aquellos que por un esfuerzo prolongado han llegado ya al borde del descubrimiento, a aquellos que habiendo consagrado su vida al estudio de una ciencia y conociendo a fondo los datos del problema que estudian, están absolutamente preparados para captar la solución buscada cuando algún azar se les presenta imprevistamente. Cualquier causa fortuita hace caer al fruto que pende del árbol, pero es porque este fruto ha madurado lentamente y está a punto de desprenderse" (Luis de Broglie,"La parte del azar en el descubrimiento", capítulo de Sabios y descubrimientos; Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1952).
[Fotos procedentes de http://mips.stanford.edu (Becquerel) y www.physics.umd.edu (De Broglie)]
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