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Decía José Luis Sampedro en su diálogo con el prestigioso cardiólogo Valentín Fuster (La ciencia y la vida; Debolsillo, Barcelona, 2012) que "mientras el dinero sea el valor supremo de una civilización, que es lo que pasa en la nuestra, es muy difícil salir del hoyo". Y añadía: "De todas las motivaciones que en este momento son posibles, porque la religiosa ha perdido mucha fuerza, yo no veo más que la ciencia". Para nuestro inolvidable Sampedro, la ciencia, con sus atractivos, puede ser un importante agente motivador para muchas personas, porque obliga a pensar y proporciona el placer del descubrimiento.
Esto se obvia frecuentemente, la ciencia no sólo nos aporta conocimiento útil sobre el mundo y herramientas para la resolución de problemas más o menos complejos de toda índole (salud, materiales, energía...), sino que, en cualquier caso, nos invita a pensar, a ser críticos, tolerantes, abiertos y, qué importante, satisface nuestra curiosidad innata y nos da placer (haciéndonos la vida más llevadera y, por momentos, dichosa) al descubrir fenómenos, las leyes que los describen y relacionan y las teorías que los explican y que permiten hacer predicciones precisas. Y no sólo eso, la ciencia, el descubrimiento científico, nos abre nuevas puertas y nos obliga a plantearnos preguntas cada vez más profundas, nuevos retos. El ser humano, ser cultural complejo, necesita de estas búsquedas, porque la motivación y el placer están en la búsqueda sin término de respuestas.
Todo ello sin olvidar nuestra potente, y al mismo tiempo frágil, dimensión humana, que no puede dejar de ser reflexiva aun en este desquiciado y acelerado mundo. Aclaraba Sampedro que tenía mucho interés por la ciencia pero el cientifismo y el tecnicismo total causa daños al mismo tiempo que progresos.
Y aquí, inevitablemente, se me vienen a la cabeza los versos de Rosalía de Castro:
Luz e progreso en todas partes..., pero |
as dudas nos corazós. |
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