domingo, 12 de enero de 2020

Los rayos incógnita (los rayos X a finales del siglo XIX)

[Wilhelm Conrad (von) ROENTGEN (o RÖNTGEN), físico alemán (1845 - 1923), primer galardonado con el premio Nobel de Física, en 1901. El rey bávaro le ofreció la posibilidad de ennoblecerse con el germánico von antepuesto a su apellido, pero Röntgen no lo aceptó. Es más, el descubridor de los rayos X no mostró interés alguno por patentar su importante hallazgo ni por beneficiarse económicamente de sus aplicaciones. Röntgen, ajeno a las ambiciones crematísticas, fue uno de tantísimos alemanes que se vieron afectados por la hiperinflación tras la Primera Guerra Mundial. Röntgen murió en el tenso año de 1923 después de un período de vida modesta e incluso precaria.  Procedencia de la imagen aquí]

Pocos hallazgos científicos han tenido tan rápida difusión, han apasionado tanto a la opinión pública y excitado su imaginación como los rayos X, descubiertos en 1895 por el físico alemán Wilhelm C.  Röntgen (o Roentgen), lo que le valió el primer premio Nobel de Física de la historia, en 1901 (Alfred B. Nobel, inventor de la dinamita, había muerto a finales de 1896). Y pronto se vio el gran potencial práctico que tenía el descubrimiento de aquellos invisibles y muy penetrantes rayos misteriosos, los rayos incógnita o X.

Estaba Röntgen experimentando en 1895 con un tubo de Crookes, tubo de rayos catódicos (en realidad, haces de electrones), junto con una bobina de inducción electromagnética (bobina de Ruhmkorff) para obtener pulsos de alta tensión o voltaje, con la finalidad de estudiar la fluorescencia de ciertas sustancias. El precavido físico alemán cubrió el tubo de Crookes con un cartón negro que no dejara pasar la luz visible. Sin embargo, su sorpresa debió de ser mayúscula cuando observó que al encender el aparato una pantalla con una capa de platinocianuro de bario (de fórmula BaPt(CN)4), sustancia fluorescente, que se encontraba próxima al tubo de Crookes se iluminaba débilmente con un resplandor amarillo-verdoso. Y, sí, al apagar el aparato la luz emitida por dicha sustancia desaparecía. Por tanto, Röntgen concluye que la fluorescencia del platinocianuro de bario se debe a algo desconocido, unos rayos incógnita provenientes del aparato capaces de atravesar el cartón negro. El extraño fenómeno resultó impactante para el físico alemán cuando realizó la experiencia con el tubo de Crookes en una habitación oscura. Así, a finales de 1895, describió Röntgen el sorprendente fenómeno (que podríamos incluir en la lista de serendipias célebres) señalando que si se realiza con una bobina de Ruhmkorff una descarga eléctrica en un tubo de vacío recubierto con cartón negro suficientemente ajustado, se observa en la habitación totalmente oscura que una pizarra de papel con una capa de platinocianuro de bario colocada próxima al aparato se ilumina fuertemente con cada descarga, haciéndose visible dicha fluorescencia incluso a un par de metros de distancia. Los misteriosos rayos eran capaces de atravesar el cartón pero el físico alemán pronto observó que otros objetos sólidos también dejaban pasarlos. Y, por si no estuviera ya suficientemente anonadado, un día, al interponer su mano entre el aparato y la pizarra con la sustancia fluorescente, encuentra que puede ver con claridad la sombra de ...  ¡sus huesos! Los penetrantes rayos X descubiertos por Röntgen en 1895 no solo provocaban fluorescencia en ciertas sustancias e impresionaban una película fotográfica sino que tenían la extraña propiedad de atravesar sólidos, pasando a través de las partes blandas del cuerpo humano. Esto indudablemente se convierte con rapidez en una técnica poderosa de diagnóstico médico (el español Mónico Sánchez, por ejemplo, inventó un aparato portátil de rayos X a comienzos del siglo XX y  posteriormente, como es bien conocido, Marie Curie se volcó en salvar vidas con su ambulancia radiológica utilizada en la Primera Guerra Mundial).

[Experimentando con rayos X en 1896. Procedencia de la imagen aquí]

Sabemos hoy que los rayos X son realmente radiación electromagnética (es decir, tienen la misma naturaleza que la luz) ionizante (más energéticos que la luz visible y que la radiación ultravioleta, capaces de ionizar átomos), con longitud de onda comprendida entre 10 (menor energía) y 0,01 nanómetros (mayor energía). Esta peligrosa radiación (la radiación ionizante produce daños en el ADN celular) es muy útil, como todos sabemos y seguramente hemos experimentado en alguna ocasión, como técnica de diagnóstico médico (para ello se toman las debidas precauciones y nos protegemos adecuadamente). También es útil en la industria para detectar defectos en ciertos componentes como tuberías, turbinas, etc. Y en cristalografía la difracción de rayos X se emplea profusamente para el estudio de la estructura de los cristales, ya que la longitud de onda de la radiación es similar a la distancia entre las partículas que forman la red cristalina.

Pero quiero destacar aquí el importantísimo papel que jugaron los rayos X en el establecimiento de la Tabla Periódica actual. El joven físico inglés Henry Moseley (1887 - 1915)  fue capaz de realizar la proeza de medir en 1912 la longitud de onda característica de medio centenar de elementos químicos, basándose en los estudios de Charles G. Barkla (1911) y William H. Bragg (1912). Barkla había descubierto que cuando un elemento es irradiado con rayos X este produce una radiación secundaria característica de dicho elemento; por su parte Bragg diseñó el espectrómetro de ionización, con el que se podía medir con exactitud la longitud de onda de los rayos X. Así Moseley publicó en 1913 un artículo de trascendental importancia para el devenir de la tabla periódica. En él quedaba establecida una ley (que lleva su nombre) que relacionaba la longitud de onda de los rayos X emitidos por átomos de distintos elementos con el número atómico (número característico del elemento que es el número de protones, cargas positivas, que hay en su núcleo): las frecuencias de las líneas espectrales de los rayos X emitidos por los elementos son proporcionales a los cuadrados de números enteros (que coinciden con los números atómicos de los respectivos elementos). Como consecuencia de ello es el número atómico (Z), y no el peso atómico, el criterio de ordenación de los elementos en la tabla periódica. La ley periódica establecida por Mendeléiev quedaba pues modificada o reformulada: las propiedades de los elementos son función periódica del número atómico.

[Henry Moseley en 1914. Prodedencia de la imagen aquí]


La historia de Moseley es una de las más conmovedoras de la ciencia. Sin duda, el joven físico y químico inglés habría logrado el premio Nobel por su crucial contribución para establecer definitivamente el orden de los elementos químicos según una ley periódica basada en la carga nuclear de los átomos de los elementos, el número atómico, Z. Pero la suerte no estaba del lado de aquel joven y tenaz investigador de las entrañas de la materia. Su vida, a los veintisiete años, quedó segada por la guerra. En Galípoli, una lejana península turca, lugar de cruenta batalla en la Primera Guerra Mundial (con más de cien mil muertos), caía, en el verano de 1915, con el cráneo horadado por una bala homicida, un joven soldado británico de ingenieros mientras realizaba su trabajo de telegrafista. Un soldado que había puesto orden en la tabla periódica de los elementos.



(En posteriores entradas de El devenir de la ciencia hablaremos de la rápida difusión en nuestro país del descubrimiento de Röntgen y de las primeras experiencias radiológicas en España, lo que entonces se conocía como röntgenología)

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