Dando un salto en el
tiempo nos trasladamos a otra época de esplendor en la que no faltaron los
andaluces: el siglo
XVI. Es el siglo de la navegación y del comienzo
de los descubrimientos de los apasionantes tesoros naturales del Nuevo Mundo.
La institución que se encargó de los asuntos náuticos fue la Casa de la
Contratación de Sevilla, fundada en 1503. Además de tener la función esencial
de controlar todo el movimiento de hombres y mercancías con América, en ella se
trataron los problemas técnicos de la navegación, convirtiéndose en un
importante centro de la ciencia aplicada en el siglo XVI. El sevillano Pedro de Medina (1493-1567),
cosmógrafo, escribió un tratado sobre el “arte de navegar”, muy traducido, con
quince ediciones en francés, lo que muestra la gran difusión que alcanzó en
Europa. Coetáneo suyo fue el también sevillano Nicolás Monardes (1493-1588), médico, que escribió Historia medicinal de las cosas que se traen
de nuestras Indias Occidentales (1574), estudiando los productos
medicinales traídos del Nuevo Mundo. Esta obra, fundamental para la historia de
la farmacología, tuvo numerosas ediciones extranjeras. Monardes tenía un huerto
o jardín botánico, donde cultivó plantas americanas, en la actual calle Sierpes
de la capital hispalense (un azulejo conmemorativo lo recuerda).
[Azulejo que recuerda el lugar donde estuvo el jardín botánico de Nicolás Monardes. Calle Sierpes de Sevilla, fachada de la relojería "El cronómetro". Procedencia de la imagen aquí]
La explotación de los yacimientos minerales americanos y la extracción de metales preciosos exigieron un gran esfuerzo técnico y la puesta a punto de procedimientos metalúrgicos eficientes. Bartolomé de Medina (1528-1580), vecino de Sevilla, se trasladó a Méjico, donde aplicó el método de extracción de la plata por amalgamación (con azogue o mercurio), en Pachuca (1555), conocido como “el beneficio del patio”. Este método, que se extendió por toda Europa, fue empleado hasta el siglo XX. Ya en el siglo XVII, Álvaro Alonso Barba (Lepe, Huelva, 1569-Sucre, 1664), metalúrgico importantísimo en su época, escribió su célebre libro Arte de los metales (1640), en el que se trata sobre el beneficio del oro y la plata con azogue, su fundición, refinado y técnicas de separación. Esta obra es considerada como la más relevante del siglo XVII, a nivel mundial, en minerometalurgia.
Mencionaremos aquí, también como uno de esos científicos andaluces que viajaron a América (en este caso con tan sólo dieciséis años), al jesuita Bernabé Cobo (Lopera, Jaén, 1580- Lima, 1657), autor en 1653 de un extenso estudio titulado Historia del Nuevo Mundo, el cual, desgraciadamente, quedó inédito y se perdió en gran parte. El libro de Cobo no pudo ser publicado hasta finales del siglo XIX. En su obra (en la que emplea un lenguaje claro y sencillo) se interesa especialmente por el ambiente en el que se desarrollan las plantas y los animales, de manera que hoy día diríamos que su estudio tiene un enfoque ecológico. Así, por ejemplo, explica la presencia de diferentes especies de plantas en función de la altitud y el clima. Y todo ello lo hace Bernabé Cobo partiendo de sus propias observaciones, sin citar autoridades, lo que le confiere el rango de “científico moderno”, que basa sus conocimientos en la experiencia, superando el conocimiento meramente especulativo de los clásicos. Personaje éste tan poco conocido como interesante. Posee además otro mérito resaltable: descubrió las propiedades febrífugas de la quina, que describió por primera vez. Los polvos de esta corteza del quino (hoy sabemos que contiene diversos alcaloides, entre ellos la quinina) fueron empleados eficazmente para combatir la malaria. Señalemos como dato curioso que este medicamento del Nuevo Mundo fue difundido por los jesuitas y por ello se conoció como el “polvo de los jesuitas”. La amarga quina se introdujo en la farmacología europea (parece ser que curó a las cortes reales del viejo continente e incluso a un emperador chino).
Lamentablemente España no participó en la Revolución Científica del siglo XVII, que supuso una ruptura con el saber y los métodos clásicos, quedando bastante aislada. En las primeras décadas de este siglo la actividad científica en nuestro país siguió siendo importante, sin embargo, ésta, salvo contadas excepciones, se desarrolló al margen de las nuevas corrientes de pensamiento europeas. En este contexto trabaja el cordobés Benito Daza de Valdés (1592-1634), quien puede ser considerado como uno de esos científicos españoles que no padeció la “miopía intelectual” característica de sus compatriotas de aquella época. Su libro Uso de los antojos para todo género de vistas (1623) es el primer tratado de Óptica escrito en castellano. No sólo contiene fundamentos teóricos, sino que es de gran interés práctico: utilización de lentes para corregir los defectos visuales, operación de cataratas, etc. En su obra, Benito Daza citó ampliamente observaciones astronómicas de Galileo. Curiosamente, este ilustre cordobés no era oftalmólogo, sino notario de la Inquisición en Sevilla.
La decadencia
científica en España a lo largo del siglo
XVII es llamativa. López Piñero señala que los
científicos españoles de la época se vieron obligados a enfrentarse con la
ciencia moderna, de manera que algunos no tuvieron más remedio que aceptar las
novedades que parecían irrefutables, mas sólo como “meras rectificaciones de
detalle que no afectaban a la validez general de las doctrinas tradicionales”.
Éstos eran los “moderados”; en cambio, tristemente, otros defendieron “a capa y
espada” las ideas de los clásicos, negando lo evidente y mostrándose
absolutamente refractarios a las nuevas corrientes de pensamiento que venían
del extranjero. Afortunadamente, las novedades médicas y químicas se fueron
incorporando, no sin reticencias (o incluso con agrias polémicas), durante la
segunda mitad del siglo XVII, gracias al llamado “movimiento novator” (renovador). Y aquí Andalucía jugó un papel
esencial, surgiendo en la capital hispalense lo que Marañón llamó “el milagro
de Sevilla”. En el año 1697 un grupo de médicos renovadores, “quijotescos”,
comienzan a reunirse en una tertulia (posteriormente conocida, dado el renombre
que alcanzó, como “Veneranda Tertulia Hispalense médico-química, anatómica y
matemática”). En palabras de Gregorio Marañón, “eran siete hombres de buena
voluntad, que, como dice Menéndez y Pelayo, fueron los adelantados en la lucha
contra el dogmatismo”. Estos siete científicos rebeldes fueron Juan Muñoz y Peralta, Miguel Melero
Ximénez, Leonardo Salvador de Flores, Juan Ordóñez de la Barrera, Miguel de
Boix, Gabriel Delgado y el farmacéutico Alonso de los Reyes. Las productivas
reuniones tenían lugar en casa de Juan Muñoz y Peralta, de familia
judeo-conversa, próxima a la sevillana iglesia de San Isidoro. La Universidad,
dogmática y anclada en los saberes clásicos, solicitó el exterminio de la
tertulia, acusándola de pretender introducir doctrinas modernas, cartesianas,
paracélsicas y de otros extranjeros con la finalidad de derribar la
aristotélica y galénica (“que siempre habían sido las oficiales y católicas”).
Felizmente, las autoridades permitieron la celebración de las reuniones,
desoyendo pues a la intransigente institución académica. Estos médicos de ideas
progresistas eran defensores de la iatroquímica (o química médica, cuyo fundador
fue el controvertido Paracelso), siendo partidarios del empleo de preparados
químicos para el tratamiento de las enfermedades en lugar de las clásicas
prácticas galénicas. Así, por ejemplo, Muñoz y Peralta defendió el uso de la
quina en las fiebres intermitentes y el empleo del antimonio como medicamento.
Destaquemos asimismo que en una de las reuniones, en 1698, Juan Ordóñez de la Barrera (Lora del Río, 1632-Sevilla, 1702),
médico, clérigo y artillero, usó el microscopio por primera vez en Sevilla
(acaso también en España).
Finalmente, superando dificultades, y con el apoyo de otros médicos innovadores residentes fuera de Sevilla, logran fundar en 1700 la “Regia Sociedad de Medicina y demás Ciencias” (aprobada por el rey Carlos II, con la oposición de la Universidad, y que contaría también con la protección posterior de Felipe V). Esta sociedad, que desempeñó un papel esencial en la discusión y difusión de las nuevas ideas científicas, nacida “entre rosas y naranjales, en plena Andalucía” (son palabras de Marañón), fue la primera sociedad científica fundada en España (hecho que no debemos ignorar). Entre las ordenanzas de la Regia Sociedad se incluía una referente a la realización de sesiones de anatomía en los hospitales con cadáveres. No obstante, es preciso indicar que la labor de esta sociedad científica, pionera en nuestro país, fue más divulgativa que de investigación (lo que no es poco para aquel momento). De interés fue la tarea en anatomía (con cursos prácticos), botánica, física (se realizaron experiencias y se enseñaron cuestiones de electricidad, óptica, calor, hidráulica y acústica) y química (llevándose a cabo frecuentes experimentos, aunque carecían de un laboratorio adecuado y éstos eran poco rigurosos). Otro hecho notable al que hace referencia Eloy Domínguez-Rodiño (en “285 Años de la Real Academia de Medicina de Sevilla”, artículo publicado el 9 de junio de 1985 en el diario ABC) es el siguiente: “Y que en otra de ellas [de las reuniones de la Regia Sociedad], en 1765, Sebastián Guerrero (Fuentes de Andalucía, 1716-Sevilla, 1780), un estudioso médico ilustrado, empleará el vocablo tejido como expresión de unidad elemental hística, en una época en que ese término aún no había tomado carta de naturaleza en Europa.¡Y tanto que no la había tomado…! ¡Si faltaban seis años para el nacimiento de Bichat…!” Añade Domínguez-Rodiño un jugoso comentario: “¿Qué aspecto físico tendrían aquellos hombres? ¿Qué pasiones se agitaron dentro de ellos?¿Valoraban bien el clima histórico que les tocó vivir? Me los figuro reunidos en una estancia de la casa de la calle San Isidoro, alrededor de una mesa de San Antonio y perorando en el conceptuoso lenguaje de su tiempo. Cuánto es de lamentar que maese Juan de Valdés Leal muriese siete años antes que en Sevilla aconteciera este momento estelar de su Medicina, porque de haber vivido en esos días, ¡qué lienzo tan fascinante hubiese podido pintar! Ni más ni menos que el nacimiento del experimentalismo en España”.
Finalmente, superando dificultades, y con el apoyo de otros médicos innovadores residentes fuera de Sevilla, logran fundar en 1700 la “Regia Sociedad de Medicina y demás Ciencias” (aprobada por el rey Carlos II, con la oposición de la Universidad, y que contaría también con la protección posterior de Felipe V). Esta sociedad, que desempeñó un papel esencial en la discusión y difusión de las nuevas ideas científicas, nacida “entre rosas y naranjales, en plena Andalucía” (son palabras de Marañón), fue la primera sociedad científica fundada en España (hecho que no debemos ignorar). Entre las ordenanzas de la Regia Sociedad se incluía una referente a la realización de sesiones de anatomía en los hospitales con cadáveres. No obstante, es preciso indicar que la labor de esta sociedad científica, pionera en nuestro país, fue más divulgativa que de investigación (lo que no es poco para aquel momento). De interés fue la tarea en anatomía (con cursos prácticos), botánica, física (se realizaron experiencias y se enseñaron cuestiones de electricidad, óptica, calor, hidráulica y acústica) y química (llevándose a cabo frecuentes experimentos, aunque carecían de un laboratorio adecuado y éstos eran poco rigurosos). Otro hecho notable al que hace referencia Eloy Domínguez-Rodiño (en “285 Años de la Real Academia de Medicina de Sevilla”, artículo publicado el 9 de junio de 1985 en el diario ABC) es el siguiente: “Y que en otra de ellas [de las reuniones de la Regia Sociedad], en 1765, Sebastián Guerrero (Fuentes de Andalucía, 1716-Sevilla, 1780), un estudioso médico ilustrado, empleará el vocablo tejido como expresión de unidad elemental hística, en una época en que ese término aún no había tomado carta de naturaleza en Europa.¡Y tanto que no la había tomado…! ¡Si faltaban seis años para el nacimiento de Bichat…!” Añade Domínguez-Rodiño un jugoso comentario: “¿Qué aspecto físico tendrían aquellos hombres? ¿Qué pasiones se agitaron dentro de ellos?¿Valoraban bien el clima histórico que les tocó vivir? Me los figuro reunidos en una estancia de la casa de la calle San Isidoro, alrededor de una mesa de San Antonio y perorando en el conceptuoso lenguaje de su tiempo. Cuánto es de lamentar que maese Juan de Valdés Leal muriese siete años antes que en Sevilla aconteciera este momento estelar de su Medicina, porque de haber vivido en esos días, ¡qué lienzo tan fascinante hubiese podido pintar! Ni más ni menos que el nacimiento del experimentalismo en España”.
NOTA:
Este texto forma parte de mi artículo Científicos andaluces: una aproximación histórica, publicado en Revista Digital de Ciencias Bezmiliana el 15 de febrero de 2008. Puede leerse completo aquí.
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