[Tubo de rayos X. 1. Cátodo. 2. Anticátodo. 3. Rayos catódicos. 4. Rayos X.
Procedencia de la imagen: Museo de la Geología (Universidad Complutense de Madrid)]
Cuando en el otoño de 1895 Wilhelm C. Röntgen, catedrático de física de la universidad de Würzburg (Baviera), descubrió una misteriosa radiación muy penetrante que se generaba en un tubo de rayos catódicos (tubo de Crookes), la cual tenía la capacidad de atravesar cuerpos opacos a la luz, todavía desconocía su verdadera naturaleza, por ello los denominó rayos X. Inmediatamente se pone a investigarla, a experimentar. La extraña radiación invisible es capaz de atravesar el cartón, un voluminoso libro, una baraja de naipes, tablas de madera de abeto de un par de centímetros de espesor e, incluso, la propia mano (permitiendo ver la oscura sombra de los huesos de los dedos en una pantalla). Puesto que Röntgen había recubierto el tubo de descarga con un fino cartón negro que impedía el paso de luz a su través y que los rayos catódicos no atraviesan la pared del tubo, el físico alemán quedó seguramente perplejo ante esa desconocida radiación que, partiendo del tubo de Crookes, atravesaba su pared y la cubierta de cartón y era capaz de hacer que una pantalla próxima con una capa de sustancia fluorescente resplandeciera. Se descubrió que la penetrante radiación tenía una naturaleza diferente a los rayos catódicos (estos, en realidad, chorros de electrones acelerados), se propagaba en línea recta en todas direcciones, ionizaba el aire y no se desviaba por la acción de un campo magnético (cosa que sí hacen los rayos catódicos).
[Sello alemán de 1951, conmemorativo del 50 aniversario de la concesión del premio Nobel de Física a Wilhelm Conrad Röntgen (el primero de la historia). Procedencia de la imagen aquí]
En un tubo de rayos X ocurren en realidad dos procesos de emisión de esta energética e invisible radiación electromagnética, todavía llamada X: uno de emisión contínua y otro monocromático (de longitud de onda característica) que depende del elemento bombardeado por los rayos catódicos o haz de electrones de elevada energía (acelerados con un voltaje de varias decenas de miles de voltios).
Cuando un electrón procedente del cátodo pasa suficientemente cerca del núcleo de un átomo del metal del anticátodo o ánodo se produce una desviación en la trayectoria de dicho energético electrón y su desaceleración (consecuencia de la atracción eléctrica con el núcleo positivo), de manera que el electrón pierde energía cinética y se emite un fotón de rayos X. La consecuencia de todo ello es la obtención de un espectro continuo de rayos X. Es la radiación de frenado. Y, dato curioso, precisamente en la técnica médica de radiodiagnóstico la mayor parte de los rayos X se originan por frenado. El segundo proceso (y aquí recordamos al gran Henry Moseley) consiste en una emisión característica de radiación X. Cuando un electrón proyectil es capaz de arrancar algún electrón interno del átomo diana (de una capa próxima al núcleo) ocurre una ionización . Deja entonces un hueco en la capa interna que rápidamente es ocupado por otro electrón más externo que cae de una capa de mayor energía. El resultado es la emisión de un fotón de rayos X de frecuencia característica del metal que lo emite, pues su energía será la diferencia de energía entre las dos capas electrónicas (que se calcula según la fórmula de Planck, es decir, constante de Planck multiplicada por la frecuencia).
[Emisión característica de rayos X de un metal.
Procedencia de la imagen aquí]
No se puede obviar, sin embargo, que en torno al 99 % de la energía cinética de los electrones procedentes del cátodo (los rayos catódicos) se transforma en energía térmica, por tanto, bien puede decirse que un aparato de rayos X es energéticamente poco eficiente (algo parecido a lo que le pasaba a las viejas bombillas de incandescencia, con su sufrido filamento de wolframio o tungsteno, las cuales daban más calor que luz).
Y recordemos por último cómo el descubrimiento de los rayos X por Röntgen a finales de 1895 no sólo fue una gran sensación y un importante hallazgo con diversas aplicaciones (como el diagnóstico médico) sino que permitió otros descubrimientos de gran relevancia, como la radiactividad, descubierta por el francés Antoine Henri Becquerel el 1 de marzo de 1896, en un (al fin) soleado domingo parisino, apenas un par de meses después de que el físico alemán hiciera público su descubrimiento de los invisibles y penetrantes rayos X. Otra serendipia. Investigaba el físico francés si los rayos X de Röntgen eran emitidos también por las sustancias fluorescentes, como las sales de uranio. Pero lo que encuentra Becquerel es otra radiación emitida de forma natural por el uranio, que no eran rayos X.
[Esta entrada es continuación de: Los rayos incógnita (los rayos X a finales del siglo XIX). 1ª parte]